Grecia.
La primera vez que fui a Grecia también tenía el corazón roto, aunque de una manera distinta. De la manera en que se rompe cuando dos personas de las que crees imprescindibles desaparecen de repente dando un portazo sin explicar por qué. Me enamoré de los atardeceres naranjas del mar Egeo, del caos, la dejadez y los grafitis de Atenas y de la belleza de unas ruinas que, pasado tanto tiempo, ya no eran ruinas sino un tesoro. Según los ojos con los que las mirases, podías ver piedras rotas (como mi corazón) o un recuerdo, una prueba latente de lo que había sido y de las vidas de tantas personas que habían pasado por allí. No es que sea excepcional, porque siempre que conozco un sitio nuevo ya estoy pensando en volver otra vez, pero antes de irme ya estaba queriendo volver. Y he vuelto, otra vez con el corazón un poco roto. Tiene que estarlo, porque, en algún lugar, tiene que haber una grieta por la que se va escapando todo lo que guarda dentro, porque lo siento vacío. E igual tampoco fal...