Grecia.

La primera vez que fui a Grecia también tenía el corazón roto, aunque de una manera distinta. De la manera en que se rompe cuando dos personas de las que crees imprescindibles desaparecen de repente dando un portazo sin explicar por qué.

Me enamoré de los atardeceres naranjas del mar Egeo, del caos, la dejadez y los grafitis de Atenas y de la belleza de unas ruinas que, pasado tanto tiempo, ya no eran ruinas sino un tesoro. Según los ojos con los que las mirases, podías ver piedras rotas (como mi corazón) o un recuerdo, una prueba latente de lo que había sido y de las vidas de tantas personas que habían pasado por allí. No es que sea excepcional, porque siempre que conozco un sitio nuevo ya estoy pensando en volver otra vez, pero antes de irme ya estaba queriendo volver.

Y he vuelto, otra vez con el corazón un poco roto. Tiene que estarlo, porque, en algún lugar, tiene que haber una grieta por la que se va escapando todo lo que guarda dentro, porque lo siento vacío. E igual tampoco faltan tantas cosas, igual sólo falta una. Pero no está.

En casa de nuevo, un reencuentro y unas disculpas que no esperaba han recompuesto los trocitos rotos del primer corazón con el que conocí Grecia y ahora vivo un poco más en paz conmigo misma. Tal vez, al final, el corazón, cuando se rompe, se parece a esas ruinas que, el tiempo y los ojos que las miran, convierten en tesoros para siempre.

No me engaño, a día de hoy sigue existiendo esa grieta por la que huye poco a poco todo el amor que tengo por dar, y me duele un poco. Lo dice Christian en Moulin Rouge: lo más grande que te puede suceder es que ames y seas correspondido.

Pero eso ya es otra ciudad y otra historia.

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