Señales, lecciones y libros.

Hace ya bastante tiempo dejé de ser la niña que iba leyendo mientras caminaba por la calle, sintiéndose una princesa Disney absorta cada día en una historia nueva, o la niña que leía a escondidas en clase de matemáticas, o la que se acostaba a las tres de la madrugada para saber qué pasaba después.

Hace también bastante tiempo dejé de perderme entre los estantes de las librerías curioseando títulos, acariciando lomos, pasando páginas, leyendo contraportadas. Y hoy, de repente, lo he vuelto a hacer.

Entre un montón de libros, el título de uno de ellos parecía escrito para mí, como si hablara de mí y tuviera mi nombre. Al tenerlo en mis manos, lo primero que he pensado es que era muy grande y no me quedan huecos libres en las estanterías de mi habitación. Después, me dado cuenta de que era la secuela de otro libro que tendría que leer antes de llegar al que yo quiero.

Así, he vuelto a casa: pensando en ese libro, en que no me queda sitio para él y que primero tengo que leer la primera parte.

Y que la vida es así continuamente.

Porque, a veces, se nos queda el alma anestesiada tanto tiempo que se le olvida cómo tiembla el suelo cuando hay tormenta o cómo nos tiembla el pecho durante un beso. A veces, tenemos el corazón tan lleno de retales, muebles rotos, telarañas y polvo que no nos caben historias nuevas. Que si no ventilamos, no entra el aire.

Y porque, la mayoría de las veces, para escribir esas historias que hablan de uno mismo y que tienen nuestro nombre, tenemos que dejar, con una paciencia que nos quema por dentro, que sean otras historias las que escriban el prólogo de todo lo que vendrá después. No siempre tendrá sentido, habrá momentos en los que preferirías haberte quedado con el alma anestesiada y algunas noches antes de dormir te preguntarás qué necesidad había de que volviera a entrar sangre en el corazón.

Pero yo no puedo evitar mantener siempre la esperanza, curioseando títulos, acariciando lomos, pasando páginas. Buscando mi contraportada.

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