Palabras indultadas.
Llevan varias semanas las palabras pidiéndome salida, y no hago más que darles largas, aunque no sea por falta de necesidad. Por otro lado, igual que escribir es una vía de escape, para escapar escribiendo hay que remover demasiado las cosas que se llevan dentro, y para acabar llorando letras, preferí encerrarlas.
De repente habría dado lo que fuera por no estar conmigo misma. Y qué fallo, yo era la única persona de quien no podría huir jamás. Quería no saber, no entender, no pensar, no recordar. Sobre todo, no sentir. Porque si sentía, sentiría culpabilidad, y de esa tenía de sobra pulverizándome el alma.
También me dio miedo mirar hacia adelante, porque se me había incrustado en las manos el pavor a volver a fallar de nuevo. Y eso conllevaría volver a sentir todas esas cosas de las que prefería escapar. El pasado me angustiaba, el futuro me aterraba y el presente no era precisamente el día que quisiese vivir. Y me encerré, con mis palabras.
Pero para bien o para mal los días pasan, y las hogueras se apagan. O te acostumbras a ellas. Me acostumbré a mi piel abrasada y al calor asfixiante. Me acostumbré a temblar si intentaba recordar, me acostumbré a pasar de largo y corriendo por mi memoria. Me acostumbré a tener miedo a lo que siempre había querido más.
Y un día, sin esperarlo, se me abrió una ventana de golpe y me entró agua salada y brisa de mar en la habitación. Un momento, un instante. Luego volvió a irse, pero me recordó que ahí estaba. Que el ayer es imposible cambiarlo, pero del mañana nadie sabe nada.
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