Vuelvo.

Me da miedo moverme por si se rompe el suelo debajo de mí, y me da miedo respirar demasiado fuerte por si mis costillas revientan en mil pedazos. No me atrevo a cerrar los ojos, porque no quiero ver. No quiero estar sola, quiero gritar todas las cosas y a la vez no quiero pensarlas más, quiero que desaparezcan y a la vez quiero que me abracen. Necesito que la sangre se me ordene en el cuerpo, dejar de sentir este frío tan hasta los huesos en pleno agosto, que deje de ser un domingo eterno de una vez. 

Me da miedo ponerme al mando de las palabras porque las he dejado de lado mucho tiempo y me puedo estrellar. Siempre me digo que no debería dejarlo, siempre se me olvida que aquí tengo un refugio y siempre se me olvida volver. Me da miedo escribir porque no consiste sólo en encadenar palabras, sino en abrirse el pecho en canal. Me da miedo porque hay textos que son necropsias, y las necropsias significan que algo se ha muerto.

El cielo se ha roto y, a veces, cuando no puedo dormir, me asomo a la ventana y miro la Luna. Otra vez. Ya no le cuento nada, no le hablo de nadie, ni de mí. No le cuento que tengo espinas en el corazón y que no sé si se van a ir, no le cuento que ahora tengo menos amigos y más desconocidos, no le cuento que encontré un pedazo de paz entre copas de vino que no probé al lado de un puente de hierro y no quería volver, ni le cuento que el único camino que entiendo tiene forma de interrogación. Sólo la miro buscando mi tranquilidad y un beso en la frente.

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