Julio.
Desde hace un tiempo he repetido que el mes de julio sólo trae cosas malas. Siendo sincera, sólo fueron dos los julios que me dejaron hecha un trapo tirado en el asfalto madrileño al sol. En verano, Madrid se vacía y aquellos julios el vacío lo sentí hasta los huesos.
Sin embargo, ya no estoy tan segura de eso. Empiezo a pensar que en julio pasan cosas que cambian el camino que voy siguiendo. A veces es una piedra con la que tropezar, a veces un rayo que me atraviesa entera y no me deja respirar. Otras veces, es un puente por el que cruzar de una orilla a otra. Y otras, todavía está por saber.
Por primera vez, no me da tanto miedo lo desconocido, no me da miedo que descubran que no valgo nada ni me da miedo descubrir que no soy capaz. Por primera vez, y sin creérmelo demasiado aún.
Pero sigue siendo verano. Me sigue asfixiando el calor y me sigo despertando a las tres de la mañana con el cuerpo empapado de sudor y la almohada de sueños que no son pesadillas, pero ojalá lo fueran, porque duele mucho menos el pánico a lo irreal que la nostalgia de los amigos que fueron y hace mucho que ya no son o el recuerdo de las personas que fueron escudo y acabaron convirtiéndose en daga.
Sigue siendo verano y, aunque el simple roce de la sábana con la piel es insufrible, me abrazaría al diablo sin dudar -como dice la canción- por un beso en la frente, una caricia en el pelo y un poquito de amor. Qué triste, la verdad, echar de menos una sensación que ni siquiera recuerdas del todo porque si te esfuerzas de más en ello termina por doler.
Es verano, que no tiene por qué ser algo malo, pero a mí no se me quita ese hormigueo eléctrico de las manos, de que necesitan algo y no lo tocan, de que desesperadas buscan algo que no alcanzan.
De verdad que cuando empecé a escribir esto pensaba que iba a acabar bien.
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