Hallelujah.
Despacito, poco a poco, casi sin que te des cuenta. En forma de murmullo lejano, una voz pequeña susurra a medida que se va acercando cada vez un poquito más, mientras se le unen otras voces, también pequeñas, también en susurros, que también se acercan.
Al acercarse, resulta que las voces no susurran, sino que cantan bajito, y también resulta que, a medida que avanza la canción, ganan fuerza y crecen. Muy poco a poco. Y, cuando crees que van a seguir creciendo, de repente, retroceden un poquito hacia atrás. No mucho, lo justo para dejarte con las ganas en las manos y en la garganta.
Pero la canción vuelve. Vuelve más fuerte, más intensa, más grande, crecida, como un río de agua transparente corriendo cascada abajo, sin poder frenar la emoción. Y esa emoción, primero, te hace hormiguear la tripa, y después no es suficiente y te encharca los pulmones, te encoge el corazón y te ata la garganta. Sigue creciendo y la emoción ya, de manera literal, no te cabe en el cuerpo.
La emoción ya no te cabe en el cuerpo y entonces sale por la boca, como puede, a borbotones, como un torrente desbordado en forma de carcajadas y un brillo distinto en los ojos.
Una vez me preguntaron por qué me daba la risa cantando esta canción. Pues esto era.
Porque me gustan así las cosas, prácticamente todas. Las que empiezan pequeñas y lejanas y poco a poco te invaden de esa forma que no deja espacio para contener tanta turbulencia dentro y no le queda más remedio que escaparse, estallando como sólo estallan los fuegos artificiales.
Ojalá todas las canciones fuesen así.
Y todas las historias.
Comentarios
Publicar un comentario