Cuentos de hadas.
Érase una vez una niña que vivió entre cuentos de hadas. Se alimentaba de sus páginas, respiraba los colores de sus dibujos y bebía la tinta de sus letras. Pero, por encima de todo, soñaba con sus historias. Cada vez que cerraba los ojos, a su mente venían castillos lejanos, lugares recónditos, criaturas inimaginables y, sobre todo, finales felices. Finales de esos que sólo estaban reservados para aquellos personajes valientes, nobles de corazón y que creían con toda su alma en sus propios sueños. Porque así, sólo así, podían alcanzarlos.
La niña creció, y poco a poco fue dándose cuenta de que la mayoría de los parajes y de los seres que poblaban aquellos relatos no existían fuera de los libros. Sin embargo, nada ni nadie podía sacarle de la cabeza que los más profundos deseos de su corazón podían cumplirse si nunca perdía la fe, y si además era lo suficientemente valiente como para luchar por ellos. Las hadas no eran reales, pero sus cuentos, de alguna forma, podían serlos. Sólo había que buscarlos
El cuento finalmente llegó y ella nunca había sido tan feliz, y se fue y creyó que nunca volvería a serlo. Siempre había creído y confiado en que aquella historia llegaría, y como era un cuento de hadas, no habría punto y final. Y ahora se sentía como si sólo le quedara un sueño roto en las manos. Algo como aquello no podría repetirse jamás, y la certeza le resquebrajaba esa esperanza que siempre había cuidado tanto.
A pesar de todo, quería seguir creyendo en ese sueño. Pero no sabía cómo hacerlo, la paciencia se esfumaba gota a gota y la impaciencia se le clavaba como alfileres.
Igual es que en realidad no existían los cuentos de hadas, o igual es que ella no estaba hecha para vivir uno. Y no sabía qué opción le dolía más.
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