Filos y cantos.
Bailar en el filo de la navaja supongo que es algo vocacional. Sentir cómo se te hunde con implacable suavidad la cuchilla en el alma y aun así no frenar, subiendo el volumen de la música. Saber que el dolor no tardará en hacerte caer a un pozo cuya propiedad ya has firmado ante notario y del que has salido ya varios cientos de veces, siempre con una cicatriz nueva. Jugar con el fuego cara a cara pese al miedo, correr sobre las espinas descalza. Despertar al dragón del pecho, abrir una caja más peligrosa que la de Pandora.
En la palma de la mano me quema un frío que grita que tiene respuestas, que las dibuja después de bailar dando vueltas en el aire. Pero yo me río bajito, porque sé que no es cierto. Sé que, entre la cara y la cruz de la moneda, a mí siempre me sale el canto.
Supongo que con el tiempo he aprendido que, a veces, la única manera de detener un tren que amenaza con descarrilar es dejar que se estrelle. Que reviente. Que te lance al pozo. Que te abra las heridas, que reavive sus bordes. Y volver a empezar. A cicatrizar, porque todavía me queda espacio en la piel.
En la palma de la mano me quema un frío que grita que tiene respuestas, que las dibuja después de bailar dando vueltas en el aire. Pero yo me río bajito, porque sé que no es cierto. Sé que, entre la cara y la cruz de la moneda, a mí siempre me sale el canto.
Supongo que con el tiempo he aprendido que, a veces, la única manera de detener un tren que amenaza con descarrilar es dejar que se estrelle. Que reviente. Que te lance al pozo. Que te abra las heridas, que reavive sus bordes. Y volver a empezar. A cicatrizar, porque todavía me queda espacio en la piel.
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