La tranquilidad.
Si me concentro y respiro despacio, escucho el susurro del río que canta bajito al deslizarse, transparente, rozando con delicadeza las rocas y mezclando su canción con el piar de los pájaros desde las ramas. Con los ojos cerrados veo el azul del cielo, roto a veces por el verde de las hojas de los árboles que bailan un vals lento al compás de la brisa y por la espuma blanca de las nubes. La piedra me acaricia la yema de los dedos con una suavidad rugosa y fría. Sopla el viento, pausado y gélido, y su olor me arropa con dulzura haciéndome sentir en casa. En paz.
El sonido del agua, el cielo, el verde, la piedra, el olor del frío, me devuelven ese tipo de tranquilidad que, en el fondo, yo ya no creo que vuelva más. Esa calma que me pausa la respiración cuando se desboca y que a la vez me electrifica las manos con su sensación de cosquilleo que significa que hay un vacío, que algo falta.
Pero, a pesar de esa electricidad, a pesar de ese vacío, vuelvo a concentrarme y respirar despacio cada vez que me falta el aire. Vuelvo a escuchar el agua correr con suavidad, vuelvo a arrancar las briznas de césped, vuelvo a acariciar la aspereza de la piedra, vuelvo a dejarme envolver por el frío y por su olor. Y la calma vuelve, aunque sea eléctrica y un poco artificial.
El sonido del agua, el cielo, el verde, la piedra, el olor del frío, me devuelven ese tipo de tranquilidad que, en el fondo, yo ya no creo que vuelva más. Esa calma que me pausa la respiración cuando se desboca y que a la vez me electrifica las manos con su sensación de cosquilleo que significa que hay un vacío, que algo falta.
Pero, a pesar de esa electricidad, a pesar de ese vacío, vuelvo a concentrarme y respirar despacio cada vez que me falta el aire. Vuelvo a escuchar el agua correr con suavidad, vuelvo a arrancar las briznas de césped, vuelvo a acariciar la aspereza de la piedra, vuelvo a dejarme envolver por el frío y por su olor. Y la calma vuelve, aunque sea eléctrica y un poco artificial.
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