Es verano aunque sea invierno.
El invierno duró más de lo normal porque le tuve miedo a una primavera vacía. Pero llegó junio, llegó el verano, y llegó el sol a besarme el pelo.
De repente, no sé de qué color son tus ojos porque me da vergüenza mirarte a la cara y se me eriza la piel si me rozas de pasada. Un día me di cuenta de que todo el rato sonríes cuando me hablas y ya nunca más volví a fijarme en si había nubes o no. Y, ya ves, no hay más que contar, salvo un espejismo muy breve en que parecía que sí, pero resultó que no. Y no sé cómo explicarle a la gente que me da igual, que sigue siendo verano en invierno, que por primera vez eso está bien y que yo sé que igual este sol al final me acaba quemando, pero, de momento, me gusta notar cómo bailan las mariposillas en mi estómago cada vez que te voy a ver, cada vez que me acuerdo o cada vez que me invento un universo alternativo donde parece que sí y, al final, también.
Desprendes todo el rato esa energía capaz de convencer a cualquiera de que al final todo va a salir bien, de que es fácil y de que todo vale la pena. Y, por supuesto, me convences. Y, por supuesto, cómo no voy a querer tener cerca todo el rato a alguien que me hace sentir de esa manera.
No te voy a mentir, a veces me acuerdo. De la realidad, quiero decir. De que la vida no es el universo paralelo en el que pienso antes de irme a dormir. Ni del que hablan las canciones. Ni del que me gustaría escribir. A veces me acuerdo, aunque se me olvida cuando te veo. A veces me acuerdo y pienso que, bueno, una nunca sabe cómo le va a sorprender la vida mañana, como me sorprendió el día que estaba tan nublado y de repente contigo salió el sol. Igual mañana se abre una flor que me quita el miedo a las primaveras vacías y se me olvida todo lo que te he escrito. Pero, mientras tanto, estás siendo un verano eterno, con la luz del sol reflejada en el agua del mar del azul de tu jersey.
Mientras tanto, todavía no sé de qué color son tus ojos porque me sigue dando vergüenza mirarte a la cara.
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