Esta eterna sala de espera.

Vaya por delante que creo ciegamente que, por muy mal que salga todo, nunca sabes cuándo va la vida a darte una sorpresa que haga que no consigas dormir por la noche de la emoción. Que vivo comida por la ansiedad pero que esa misma ansiedad oculta una esperanza infinita que confía en que, al final, de una manera u otra, todo va a salir bien. 

Todo.

Incluso eso que no va a salir bien.

Tal vez por eso a veces disfruto de ese momento en el que absolutamente todo está torcido, por las noches no consigo dormir de angustia, nada sale bien y la luz al final del túnel no tiene fuerzas ni para parpadear con debilidad. Me reconforta ese vacío porque, a ciegas, creo sinceramente que todo puede estar a punto de cambiar. Porque necesito creerlo y necesito que cambie.

Igual no pasa porque, aunque a veces parezca que nada puede ir a peor, en el fondo sí puede, pero no es una certeza que me convenga paladear demasiado.

Persona con miedo a tomar decisiones toma una decisión, se equivoca, así que toma otra decisión y, aunque todo sale del revés, sigue convencida de que era la decisión correcta. Es el tipo de paz más extraño que he sentido nunca y, a la vez, el más reconfortante. Porque sí podría estar peor, en ese limbo entre la primera y la segunda decisión.

Últimamente me come la nostalgia. Supongo que es normal, que nadie es inmune a la muerte de una parte de sí mismo. Pienso en todas las personas que han pasado por mi vida y en cómo se fueron. En el dolor y también en el alivio, pero confieso que me regodeo más en el primero. Pienso en las personas que eran una isla para naufragar y se convirtieron en el iceberg, resquebrajando todo, inundándolo todo. Pienso en el duelo como el aprender a mirar distinto a la otra persona, y pienso en la otra persona. 

Pienso, sobre todo, en cómo cambia todo.

Y en cuándo llegará ese volantazo que lo cambie todo para bien.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Contracorriente

Impuntualidad.

La canción más triste del mundo