La chica que cambia el agua a las rosas muertas

Hace tiempo, con el corazón hecho trocitos, me regalaron una rosa en mi cumpleaños y me hizo tanta ilusión que seguí cuidándola, mirándola y cambiándole el agua incluso cuando ya estaba cabizbaja y le crujían los pétalos. Me di cuenta de que soy la chica que cambia el agua a las flores incluso cuando están muertas. Literal y metafóricamente también.

Paso las páginas pero doblo las esquinas de mis favoritas para releerlas de vez en cuando. Para paladear las sensaciones bonitas, las palabras que acarician o calman, las palabras de amor o de verdad, las de esperanza y las afiladas que se clavan en la piel, haciéndote daño para curarte, como una inyección o una vacuna.

Paso las páginas pero doblo las esquinas hasta que el libro se acaba deshaciendo entre mis dedos de puro agotamiento. Cambio el agua de las flores muertas hasta que el terciopelo se vuelve áspero y reseco, ya no hay rastro del olor y sólo me quedan hojas marchitas en las manos al intentar acariciarlas.

De momento, voy a cambiarle el agua a esta flor una vez más, por si la vida, caprichosa, decide que aún no está muerta.


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