Parece que va a llover.

Mediodía. Hace tiempo. Llueve. Salías a la calle y abriste el paraguas. Diste un par de pasos y le viste, varios metros más adelante, andando sólo y sin paraguas. Una voz parecida a la tuya gritó su nombre y mientras él se giraba tú le preguntaste a tu cerebro porqué hacía esas cosas. En fin, ya era un poco tarde para retroceder. Señalaste el paraguas, él se había parado para esperarte, y, un poco más cerca, dijiste:
-Te vas a mojar.
Habías llegado a su lado, empezasteis los dos a andar.
-No me importa, me gusta mojarme. 
Sonríes mientras seguíais andando. Silencio. Y entonces, al doblar la esquina, porque sí, cogiste el paraguas para cerrarlo. Te miró y, esbozando un intento se sonrisa, dijo:
-Te vas a mojar.
Te reíste.
-No importa, me gusta mojarme.


Hoy vuelve a llover. Siempre te ha gustado la lluvia. Es como si el agua al mojarte arrastrara las penas, o algo así. Ahora, una gota de cada millón te empapa de un recuerdo que cala poquito a poco. Pero las novecientas noventa y nueve mil novecientas noventa y nueve gotas restantes se lo llevan, se llevan todo lo que estás pensando, todo, lejos, muy lejos. No puedes evitar el recuerdo, pero dejar de querer no significa sufrir amnesia. Y recordar también sirve para aprender, ¿no? 

Y de repente el mundo se da la vuelta y la gente hace cosas que te habrían hecho ilusión antes, pero ya no. Ahora sólo te hacen pensar qué raros son los lunes cuando quieren.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Contracorriente

Impuntualidad.

La canción más triste del mundo