Azul oscuro, casi negro, pero nunca negro.
El tiempo pasa y pasa la vida. Las páginas de los diarios se manchan de trazos de tinta, de borrones que dejaron las lágrimas al estrellarse contra el alma, de sonrisas que pinté cuando decidí que podía permitírmelas.
Pasé del calor que ofrecía el nido que siempre nos había cobijado y el plumón que todavía me cubría, a las ventiscas que me llevan y me traen, arrancando las plumas blancas y suaves para dejarme con un plumaje nuevo, de chica mayor. Una chica mayor que ni sabe, ni quiere saber, dónde se ha metido.
Aún así, aleteé porque no me quedaba otra; era eso o el abismo. No miraba hacia arriba, para ver cuánto podía subir; ni hacia adelante, para ver cuánto podía avanzar. Ni siquiera miraba hacia abajo para comprobar cuánto podía caer. Miraba hacia atrás.
Y, como cualquiera que no mira por dónde anda -vuela-, tropecé. Una y mil veces. Caí, dándome cuenta sólo cuando me vi sola, porque el resto del mundo volaba por encima de mí. Y todo se volvió negro, porque tanta sombra me tapó el sol.
Pero poco a poco, fueron apareciendo luces entre tanta negrura, tanta lluvia corriendo por mis mejillas y tanta nada alrededor. Cada noche, se encendía una velita en mi habitación, y su luz se ataba a mi muñeca izquierda con un lazo azul y una cadena plateada. En realidad, no estaba tan sola, nunca lo había estado. A partir de ahí, el negro dejó de ser tan oscuro, y dejó de escocer en los ojos. Ya no era negro. Tal vez gris, tal vez azul oscuro, pero negro no. Se me encendían velas, luces y (¿por qué no?) estrellas alrededor.
Tal vez aquel momento ya fuera tarde para retomar el vuelo que desde el principio tendría que haber llevado. Casi, casi, podía tocar el suelo con los pies, y eso me hizo llorar. Sólo después de todo esto, he mirado primero al suelo, y después hacia el cielo. Y he decidido coger impulso.
Y ahora, sí que sí, me prometo a mí misma aprender a volar.
Comentarios
Publicar un comentario