Espera sin esperanza.
Hace tiempo, las noches de verano y yo éramos mejores amigas. Me asomaba a la ventana y corría una brisa débil, y la Luna brillaba y yo le contaba cosas. Era mi nexo con cualquier lugar, con cualquier persona. Era un consuelo, un baúl de deseos, una incondicional que cada noche volvía y yo volvía a encontrarme con ella. Las noches de verano eran inspiradoras, y las palabras brotaban solas entre sábanas y música. Escribir era tan fácil como respirar.
Entonces, un día, la brisa débil se detuvo en seco, y la Luna apareció un día en el cielo afilada y cruel. Era un espejo que reflejaba cada deseo que le había formulado y que jamás se había cumplido. Peticiones caducadas que a estas alturas de la historia no tendría el valor de volver a suplicar. Al menos a alguien que no fuera yo y en silencio. Las estrellas brillan agónicas y anónimas en una ciudad que lucha por borrarlas del mapa, porque el cielo de Madrid no está hecho para ellas.
Entonces, el verano se transformó en una hoguera. La tinta se evaporó sin dejar rastro, y escribir sin que doliera era tan difícil como descontracturarme el corazón. Porque nunca he escrito nada que no sintiera, y de pronto sentir era lo último que quería permitirme. Sentir era una trampa, un agujero negro.
No queda valor para el recuerdo, no quedan fuerzas para evitar sobrepasar el límite entre lo que está permitido soñar y lo que no. No queda asidero al que aferrarse para no entrar en esta dichosa espiral. No me queda paciencia, ni sé qué estoy esperando.
Sólo espero que llegue el otoño y se me olvide esperar.
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