Lo menos peor.
Julio trae el verano de vuelta, y los rayos de sol abrasan los muros de hielo que me salvaban de mí. Gota a gota se derriten, y gota a gota yo ardo. Me pongo a temblar, de recuerdos, de dolor, de miedo, de interrogación. Tiemblo, porque me aferré a un clavo ardiendo para evitar caer directamente sobre las llamas, pero empiezo a tener la piel calcinada. De nuevo, la mejor opción es la menos peor, la que me encoja menos el corazón y menos de vez en cuando, la que me obligue a esconderme bajo paredes congeladas de un grosor menor.
Me propongo hacer caso a las señales de peligro que suelo pasar de largo cuando la imaginación se me va de las manos, me propongo no saltar al vacío sin asegurar el paracaídas, me propongo no olvidar jamás los por si acasos. Me propongo, en definitiva, vivir un poco menos para sobrevivir un poco más.
Me rindo porque el fuego me quema las fuerzas y un par de ilusiones. Me rindo porque otra vez me he saltado la distancia de seguridad y me he dado de bruces con todo lo que no depende de mí y aún así me carboniza el sueño. Me rindo porque algo se me resquebraja en el pecho. Me rindo. Y punto.
Algún día, disparando al azar, acertaré en el blanco de la diana. Y tal vez, ese día, se me permita no pensar, no temblar, no dudar. Tal vez se me permita no tener miedo a dejarme llevar por un sueño. Tal vez me sienta tan segura que pueda cruzar el cable extendido sobre el vacío de un extremo a otro de la vida. Tal vez cierre los ojos sin miedo a caer.
Tal vez merezca la pena el golpe.
Llevaos el calor, que me derrite las defensas.
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