El primero.

Me tiemblan las manos
histéricas, impacientes,
acusadoras, exigentes,
como una alarma de incendios que avisa
que hay rincones de mi cuerpo
a los que aún no ha llegado la mancha de tu marcha,
esa que me derriba
como una ola cuando se estrella
contra un dique fabricado con el papel
donde firmé que te querría siempre.

A veces, todavía me parece
que mi corazón late al ritmo que tú marcaste
como una más entre tantas canciones.
A veces, todavía me abrazo a tu nombre
cuando, por la noche
no consigo dormir.

Voy a la deriva
y no me atrevo a concretar si tus besos
eran el mejor de los refugios
o eran la tormenta perfecta.
Tampoco me atrevo a recordar
cómo era existir con tu piel pegada a la mía,
o encontrar tus manos a oscuras
y descubrir que la vida nunca había tenido tanta luz.

Me da miedo el día en que a mi memoria vuelvan
en tropel tu tacto, tu voz y el color de tu mirada
porque si ahora te quiero
como se quiere a un fantasma,
y aún así soy un castillo de arena a merced de un huracán,
qué no pasará si te tengo en frente,
qué incendio no volverá a arder,
cómo será (no) olvidarte otra vez.

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