Otoños de noviembre.

Casi se me olvida mirar el calendario, pero ya es de noche.

Era jueves por la noche, cenábamos mientras veíamos una película que nunca me he atrevido a volver a ver. Rugió el teléfono, y cómo iba yo a esperarme aquello. Tenía nueve años, ¿qué significaba la palabra "nunca"? Sonaba muy grande, muy eterno. Muy sin volverte a ver jamás.

Empequeñecí mientras me repetía nunca, nunca, nunca; siempre, siempre, siempre. Y la angustia se me metió en los pulmones y los ahogó como si fuera humo de tabaco. Te habías secado, llegó tu otoño, te marchitaste. Y te fuiste.

Ahora ya no estás solo, allá donde quiera que estés, y te has convertido en la excusa perfecta para cantar sólo esas canciones que son capaces de tocarte el alma. Porque son tuyas, porque tú me enseñaste mi primera lección sobre la música. Ahora escribo lo que me sale del corazón, con rabia, con angustia o con amor. O con nostalgia. Porque mis palabras son tuyas, porque tú me regalaste el amor por la ortografía.

Estás sin estar, en cada sostenido y cada letra.

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