Hablándole a la Luna un rato.

¿Cuánto hace ya? ¿Tres años, cuatro? Desde la última vez que me asomé a una ventana abierta a las noches de verano madrileñas, pidiéndole a la Luna que le mandara un "te quiero" mío.
Cómo cambia todo. De hecho, casi parece que no es la misma Luna. Desde luego los "te quiero" no lo son, y yo misma creo que tampoco. Ni él.
La Luna y yo nos permitimos esta noche el lujo de echar la vista atrás y comparar. Ni si quiera sé si a aquello que pudiese llegar a sentir hace tres, cuatro años, se le puede llamar amor, ni si puedo decir que le quería. Imagino que quería aquello que me había imaginado de él, quería a una persona dulce, que me cuidaba y me quería. O, simplemente, quería a una persona que estuviera a años luz de esa realidad desconocida. Nunca lloré por él, ni por su estupidez, ni por la mía; simplemente dolió, pero en realidad, un par de corcheas, una clave de Sol y una sonrisa ligeramente arrogante adornada con ojos verdes se llevó el dolor sin esfuerzo.
Y más tarde, a otro par de ojos verdes distintos, dulces, llenos de cariño y amor, repletos de cuidados, de besos, de mimos y ternura, se llevaron todo, todo lo anterior: lo malo y lo bueno, para traer algo mejor.
Hace tres, cuatro años, cuando creía querer, y ahora, que sé que quiero, me asomo a ventanas abiertas a noches de verano en Madrid para hablarle a la Luna. Le digo que cuánto tiempo, y me responde contándome lo bien que se me da aferrarme a personas que están lejos. Le reprocho: no me aferro, las quiero; y no están lejos, no ahora, sino conmigo, en todo momento, a mi lado. Sonríe y le pido lo de siempre: que ella, que es la misma siempre y en todos los lugares, le mande un "te quiero" de mi parte a esa persona que esté, teóricamente, lejos. 
Aunque en realidad yo sepa lo cerca que está.

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