Microcuentos.

Cuando menos lo esperaban y donde menos pensaban, se encontraron.

Le costó recordar su nombre, y para compensar después lo repetía a todas horas.

Érase una vez una confusión tan grande que se evaporó con sólo una canción.

La princesa del Palacio de Cristal volvió también su corazón transparente para que él pudiera leerlo todo.

Eran como la Luna y el Sol, y ellos también estaban demasiado lejos para besarse. 

Aquella rosa estaba destinada a ser distinta y especial, por eso se abrió en diciembre. 

Pasaban tanto tiempo sin verse que en la maleta sólo cabían los besos que se debían.

Nunca nada era demasiado lejos si tenían abrazos para darse. 

Ella tenía el cielo en los ojos, él tenía la esperanza. Juntos lo tenían todo. 

Los paseos se volvieron eternos porque sus bocas decían que diez pasos sin tocarse eran demasiados pasos. 

Las calles de Madrid se vaciaban en sus brazos. 

La nariz congelada de ella encontró un refugio en el cuello caliente de él.

Aquellos trenes eran los mejores trenes porque el destino era su amor.

Se querían, se amaban, se adoraban; mucho, mucho, muchísimo.

Ella, que adoraba viajar y descubrir mil rincones, descubrió que no había mundo más allá de su piel.

Él quería enseñarle los nombres de las estrellas, pero ella se aprendió los lunares de su espalda.

Nada estaba demasiado lejos, pero nunca se sentían lo suficientemente cerca para no abrazarse más.

Eran el amor de su vida, y se prometieron un para siempre juntos.

No importa el tiempo que dure, da igual lo larga que sea; si la historia más bonita del mundo termina, siempre parecerá tan breve como un microcuento.

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