Sin tus baquetas no hay canción.
Hace once años, una niña cualquiera se convirtió en la niña más pequeña del mundo, y el mundo se convirtió en el desierto más grande.
Hace once años, en mi cabeza las palabras nunca y siempre luchaban por cobrar sentido. Nunca volverías a ocupar ese sillón, nunca volvería a quejarme por no poder sentarme yo en él. Y siempre preferiría seguir quejándome, siempre querría que tú lo ocuparas.
Hace once años, la melodía que llevaba sonando toda mi vida sin que apenas me diera cuenta perdió el ritmo. Intentaba respirar, pero no le llegaba el aire, las baquetas se estrellaron contra el suelo y la batería enmudeció. Todo se quedó muy callado.
Desde hace once años, intento atesorar cada pequeño recuerdo que me queda de ti. El roce de tu susurro con el aire cuando me corregías las sumas y restas de los cuadernillos de verano. Tú enseñándome lo que era desafinar. Y, sinceramente, y aunque me duela... poco más.
Sin embargo, eres el que preside una foto en sepia junto a una batería. Eres el que recortaba kilómetros con cartas diarias de Madrid a Burgos, y me las imagino cargadas de amor. Sobre todo, eres música. El último destinatario de cada una de las canciones que canto, el pentagrama de las notas de mi voz.
Poco a poco he ido rompiendo el silencio que dejó tu batería al morir. Cuando canto, no necesito más ritmo que el que me suena en mi corazón de tu parte. Con tus baquetas nunca faltará música, por muchos seises de noviembre que pasen.
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