Dejarse llevar.
Mira, ahí va una pelusa, sin saber a dónde, arrastrada por la brisa casi inexistente. Vuela y se choca. Y como una veleta vuelve a volar cuando el viento sopla en otra dirección.
Subo unas escaleras mecánicas que no llegan al cielo ni hacen que el trayecto me parezca corto. Me impaciento y subo andando; una pareja se besa.
Qué recuerdos, ¿no?
Una canción decía que dejarse llevar suena demasiado bien, y siempre me pareció que quedaba bonito. Salvo cuando el mundo gira bruscamente, te tropiezas, no guardas el equilibrio y acabas en el suelo. O salvo cuando sientes que cada día eres menos dueña de ti.
Eres una pelusa volando en medio de un huracán de emociones. Y, a pesar del dolor, parece que al corazón le divierte verte así. Como si no se rompiera en mil pedazos en cada carcajada cruel. Como si fuera algo ajeno a ti. Como si luego no llorara pidiéndote consuelo.
Como si él mismo no bailara de un lado a otro según la música que suene.
La pelusa se eleva en el aire en dirección al cielo. Revolotea a veces, se deja acariciar por la euforia del beso de aquella pareja en las escaleras mecánicas. Por la euforia del corazón. La euforia del amor.
Y se estrella contra el techo, unos metros más arriba.
Diecisiete, dicen unos. Trece, dicen otros.
El cristal acaba hecho pedazos en cualquiera de los casos.
El cristal acaba hecho pedazos en cualquiera de los casos.
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