La orilla de tu sonrisa.

Caminas por la playa, y la arena arde. Duele pisarla, está demasiado caliente, y aceleras el paso, impaciente porque acabe.

Cuando llegas a la orilla frenas en seco, como si después de la arena encendida, el agua fresca que a duras penas se cuela entre tus dedos fuera todo lo que habías estado esperando durante mucho tiempo. 

Casi sin pensarlo, avanzas otro paso, y gotitas heladas te salpican los tobillos. Ya casi no recuerdas lo abrasador de la arena y sin embargo esas punzadas frescas en la piel siguen siendo tremendamente agradables.

El fondo sobre el que pisas es inestable y te hace resbalar; a veces te mantienes en pie mojándote más, otras lo consigues volviendo a pisar la arena que arde. Pero al fin y al cabo, estás de pie, ¿no?

Y así sigues, paseando en zig-zag por la orilla, a medio camino entre el fuego de la arena y el mar, tropezando y resbalando. Clavándote conchas rotas, haciéndote heridas que con la sal escuecen mucho más. Sonriendo y riendo cada vez que un trozo de piel que se conservaba seco se estremece al roce con el agua fría.

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