Inspira. Espira. Espera.
Cuando se cierra la puerta y entra en casa la soledad, todo se desborda dentro de mí. Mi cuerpo, que luchaba por mantenerse firme y no temblar, se convierte en un terremoto imparable, mis manos se olvidan de escribir nada que no sean las ondas de estos seísmos. Mi corazón acelerado, corre aún más deprisa, tanto que me duelen las costillas, me revienta el esternón, me golpea toda entera por dentro. Duele tanto que me rompo en los pedazos de un llanto desesperado que sólo quiere gritar. Mis pulmones se exasperan porque el calor les asfixia, nunca hay aire suficiente. Lo intentan, más rápido, más fuerte, pero no basta. Mi cabeza no sabe a dónde ir. Todo lo que llevo dentro quiere escaparse, no quiere ser testigo de tanta tristeza. Mi corazón enrabietado, mis pulmones angustiados y toda yo, empezamos a temblar de frío. Mi desconsuelo y yo nos encogemos en el suelo, contando una a una cada una de nuestras respiraciones.