Le hablaba el cuerpo.

Se miró las manos, terremotos de cinco dedos, vacías e impacientes por surcar las olas de su espalda. Se miró en el espejo, y sólo vio tropezones y quemaduras, vio dolor y vio unos ojos cargados de frustración y reproche contra sí mismos.

Con las yemas de esos dedos temblorosos se tocó la boca, palpó cada letra que se había callado y recorrió la silueta de cada palabra que no tendría que haber dicho. Con el dedo índice rozó aquella montaña de te quieros pendientes y llenos de polvo. 

Los ojos enrojecidos le devolvieron una mirada triste y desesperada, una mirada de tiempo perdido y valor ahogado. Las lágrimas que derrapaban por sus mejillas sólo le lanzaban una interrogación, un ¿y si? apagado.

Y el corazón, latiendo por puro instinto de supervivencia, escupe en cada bombeo las palabras algún día, cargadas de una esperanza que alimenta sus pulmones, ahogados de tanto Madrid color gris, pidiendo a gritos un verde que brille más.

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